
Publicado en el número 3 (marzo-abril) de la Revista literaria bimensual En Sentido Figurado (editada en Alemania, EEUU, México y España con ISNN- 2007-0071).
Photo by Chandrakanth Elancheran
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Nació el 1 de enero de 2017, lo que significaba que moriría el 1 de enero de 2092, es decir, setenta y cinco años después de su primer aliento exhalaría el último. Así quedaría reflejado en el chip implantado en su brazo, para que no lo olvidara nunca, ni él, ni todos aquellos con los que coexistiera durante su vida. Chip que se activaba con un sensor de proximidad de otra persona, haciendo este número visible en su frente, como un tatuaje. Para unos era una macabra carta de presentación: “Hola, me quedan 7602 días de vida y cada minuto que paso contigo consumo vida. Espero que sea importante.” Para otros una oportunidad para exprimir cada segundo. Todos vivían setenta y cinco años, salvo que la enfermedad o un accidente mortal, acortarán este breve o extenso lapso de tiempo. Así había sido desde siempre y así seguiría siendo mientras que nuestra impronta genética no evolucionara hacia una longevidad mayor. Una obsolescencia programada. No había dramas. Disfrutabas de 27.375 días y punto. No había más. Desde el colegio ya se aleccionaba sobre lo natural de la muerte y su acontecimiento tras un ciclo de setenta y cinco años. Se instruía a los niños con habilidades para la gestión efectiva del tiempo vital, de forma que pudieran tener una vida plena. Una vida en la que hicieran lo que les permitiera ser seres plenos y útiles para la sociedad. Aquellos que dudaran, consumirían vida. La duda es algo inherente al ser humano. La duda paraliza, colapsa el sistema y es necesario erradicarla. Aquellos que dudaban sobre sus inquietudes vitales seguían un programa especial denominado: desdudidación. Un programa con una tasa de éxito del 85%. El 15% restante representaba a los indecisos genéticos. Aquellos que cuestionarían cada paso en su senda vital, alejándolos del aquí y ahora de sus vidas. Uno de esos era yo. Mi brújula interior carecía de aguja y de norte. Estaba ciega. Siempre seguí mis impulsos creyendo que me llevarían hacia lo que fuera que quería conseguir. Siempre equivocado. Siempre en la dirección contraria. Siempre el signo menos de la ecuación. Siempre yo. Y aquí estaba con un recién nacido en los brazos, el día de año nuevo, implantándole el maldito chip. —¿Ha terminado ya doctor? –preguntó la enfermera. —Deme un momento para activar el chip. Pasé el escáner para su primera lectura y el chip se activó. En la frente del bebé apareció la cifra, 27.375. Eran las 23.45 de la noche lo que significaba que, en 15 minutos, cuando el reloj marcara la media noche, el neonato habría consumido su primer día. Un día completo por tan sólo 15 minutos. Era injusto. Un error a mi juicio. Pero así se había decidido para que todos muriéramos a la misma hora, sin alborotos. Las doce era la hora de la transición. Salí del paritorio y me dirigí a la taquilla. En mi deambular taciturno por los pasillos del hospital más cifras salían a mi encuentro: Mary (15657 días), Peter (4567 días), David (8454 días)…. Pasé por la puerta que daba a la sala de los “derrotados”. Aquellos que voluntariamente querían desactivarse antes de los setenta y cinco años. Aquellos que por diversos motivos no deseaban seguir existiendo y querían marcharse de forma ordenada e indolora. Había quien no superaba la pena por la muerte de un ser querido. Los que sufrían una enfermedad degenerativa incurable, un defecto genético. Aquellos para los que la muerte no era un problema sino la solución. Rellenabas una solicitud y si era aprobada, tenías derecho a tu particular inyección letal. No había dolor, sólo liberación. Llegué a casa y me serví un bourbon repantingado en el sofá. Por un momento recordé al bebé que había ayudado a traer a este extraño mundo. No lo envidiaba en absoluto. Tenía un gran camino por delante lleno de oportunidades, pero también de batallas, porque, ¿qué era la vida sino una lucha constante, una batalla continua? No una grande y devastadora sino pequeñas ofensivas, nimias conquistas que permiten seguir avanzando hacia una nueva trinchera. Miré la foto de Sara con nostalgia. Siempre riendo. Siempre feliz incluso cuando la enfermedad se la llevó. Sus últimas palabras fueron “te quiero”, antes de pulsar el botón que la haría trascender en la sala de los derrotados. Por un momento estuve tentado de acompañarla, pero me disuadió con un “te estaré esperando”. Enjugué la lágrima que caía por mi mejilla y apuré el wiski. No hay tiempo para la pena. Hoy no. Me quedé dormido hasta bien entrada la tarde. Miré el reloj. ¡Mierda! No puedo llegar tarde. Tomé una ducha y me enfundé mi mejor traje. No hay nada como una ducha fría para alentar al espíritu. Cogí la foto de Sara y salí de nuevo hacia el hospital. No entré por la puerta de servicio, hoy no, me dirigí a la puerta principal. La recepcionista (9354 días), me miró. Fue suficiente: “por favor, tome asiento. En seguida vienen a por usted.” Pasados dos minutos un celador (10546 días) llegó con mi montura en forma de silla de ruedas. Al ver que me ponía de pie comprendió que no era necesario. Tras un interminable peregrinar de pasillos y cifras llegamos a nuestro destino. Un joven doctor (13453 días) escaneó mi chip para comprobar que tenía derecho a estar allí. El lector soltó un discreto pitido y se puso en verde. Todo correcto. Me sonrió y me invitó a entrar. La enfermera (7835 días) me esperaba en la sala. Éramos unos cincuenta. La sala de los unos estaba repleta. Todos me saludaban al pasar; John (1 día), Alice (1 día), Peter (1 día) …. Mi cama estaba lista. El reloj marcaba las 23.45. Quince minutos para la transición. Me tumbé en la cama y abracé la foto. Estaba preparado.